LA PARÁBOLA DEL NARANJO
En cierta ocasión soñé que conducía por una tranquila carretera, recta y sin tránsito. A ambos lados de la misma, había huertos de naranjos, de modo que cuando me volvía de vez en cuando para mirarlos, veía una fila tras otra de árboles extendiéndose interminablemente desde la carretera, con las ramas cargadas de fruta redonda y amarilla. Era el tiempo de la cosecha.
Mi asombro creció a medida que pasaban los kilómetros. ¿Cómo podría recogerse la cosecha?.
De repente, me di cuenta de que durante todas las horas que llevaba conduciendo (y por esto supe que debía estar soñando), no había visto a ninguna otra persona. Los huertos estaban solitarios. Ningún otro coche me había pasado. No se po@día ver casa alguna cerca de la carretera. Me encontraba solo en un bosque de naranjos.
Pero por último, vi a algunos recogedores de naranja. Lejos de la carretera, casi en el horizonte y perdido en aquel extenso desierto de fruta sin cosechar, pude distinguir a un pequeñísimo grupo trabajando diligentemente; y muchos kilómetros mas tarde, vi a otro.
No podía estar seguro, pero sospechaba que la tierra debajo de mí, se sacudía con una risa silenciosa debido a lo desesperado de la tarea de aquella gente. Y aún así, los cosechadores continuaban recogiendo fruta.
Hacía rato que el sol había pasado su cenit, y las sombras se estaban alargando, cuando, sin previo aviso, al tomar una curva en el camino, me encontré con el letrero: “Está usted saliendo de la tierra DESOLADA, y entrando al condado HABITADO”.
El contraste era tan sorprendente que apenas tuve tiempo de reparar en el cartel. Me fue necesario disminuir la velocidad porque de repente había mucho tránsito. Millares de personas transitaban por la calzada y abarrotaban las aceras.
Pero aún más asombrosa era la transformación en los huertos de naranjas. Dichos huertos todavía estaban ahí, y con naranjos en abundancia; sin embargo, ahora, lejos de encontrarse silenciosos y vacíos, la risa y el canto de multitudes de personas los llenaban. En realidad, más que en los árboles, en lo que reparamos fue en la gente – en la gente y en las casas.
Estacioné el coche al borde de la carretera, y me mezclé con el gentío. Los vestidos elegantes, los zapatos lustrosos, los sombreros llamativos, los trajes caros y las camisas almidonadas me hacían sentirme un poco consciente de lo inadecuado de mi ropa de trabajo. Todos parecían tan frescos, tan serenos, tan alegres.
¿Es hoy alguna fiesta?- le pregunté a una mujer bien vestida a cuyo lado había empezado a caminar.
Ella me miró un poco sobresaltada por un momento, y luego su cara se relajó mostrando una benevolente sonrisa de condescendencia.
Usted no es de aquí, ¿verdad?- expresó, y antes de que pudiera contestarle, siguió diciendo -: Hoy es el “Día de la naranja”.
La mujer debió notar una mirada de desconcierto en mi cara, ya que continuó: -¡Es tan bueno dejar a un lado las tareas rutinarias y recoger naranjas un día a la semana….!
¿Pero ustedes no las recogen todos los días?- le pregunté.
Uno puede hacerlo en cualquier momento –me respondió-. Siempre deberíamos estar dispuestos a recoger naranjas, pero el “Día de la naranja” lo dedicamos especialmente a cosecharlas.
La dejé y fui más adelante, metiéndome entre los árboles. La mayoría de la gente llevaba un libro de cuero hermosamente encuadernado, en cuya tapa se leían las palabras “Manual del Recogedor de naranjas”, impresas en oro. Las hojas también estaban ribeteadas en oro.
Más tarde, me di cuenta de que alrededor de uno de las naranjos habían sido dispuestos asientos, en forma de gradas. Dichos asientos estaban casi llenos, pero al acercarme al grupo, un caballero sonriente y bien vestido me dio la mano y me condujo a uno de ellos.
Allí, alrededor del pie del naranjo, pude ver a varias personas.
Uno estaba dirigiendo la palabra a toda la gente que estaba sentada, y al llegar a mi asiento, todos se pusieron en pie y comenzaron a cantar. El hombre que tenía a mi lado compartió conmigo su libro de canciones que se llamaba “Cantos de los huertos de naranjas”.
Cantaron por algún tiempo, y el director del canto movía los brazos con un extraño y frenético abandono, exhortando a la gente en los intervalos entre canciones a que cantaran en voz más alta.
Yo estaba cada vez más perplejo.
¿Cuando empezamos a recoger naranjas?- le pregunté al hombre que había compartido su libro conmigo.
Ya falta poco -me dijo- . Primero nos gusta hacer entrar a todos en calor. Además queremos que las naranjas se sientan cómodas –yo pensé que estaba bromeando, pero tenía la cara seria.
Después de un rato, un hombre más bien corpulento tomó el mando de manos del director de canto y, luego de leer dos frases de su bien hojeada copia del “Manual del Recogedor de naranjas”, comenzó a pronunciar un discurso. No estaba claro si se dirigía a la gente ó a las naranjas.
Eché una mirada detrás de mí, y me di cuenta de que había varios grupos de personas semejantes al nuestro, reunidos cada uno alrededor de un árbol. Cada grupo era dirigido por un hombre corpulento. Algunos de los árboles no tenían a nadie alrededor.
¿De qué árboles recogemos? –le pregunté al hombre que estaba a mi lado. El no pareció comprenderme, así que le señalé los naranjos que había por todo alrededor.
Éste es nuestro árbol- dijo señalando a aquel en torno al cual estábamos sentados.
Pero somos demasiados para recoger solamente de un árbol –protesté- . ¡Pero si hay más gente que naranjas!.
Nosotros no recogemos naranjas –explicó el hombre- . No hemos sido llamados a hacerlo. Ese trabajo lo hace el “Pastor Recoge Naranjas”. Los demás estamos aquí para apoyarle. Por otro lado, nosotros no hemos ido a la universidad. Se necesita saber cómo piensan las naranjas para recogerlas con éxito, “psicología de la naranja”, ya sabe. La mayoría de esta gente –continuó señalando a la congregación- nunca han ido a la Escuela del Manual.
¿La Escuela del Manual? –susurré- . ¿Qué es eso?.
Es donde van a estudiar el “Manual del Recogedor de naranjas” –siguió diciendo mi informador- . Es un libro muy difícil de comprender. Se necesitan años de estudio antes de encontrarle sentido.
Ya entiendo –contesté- . No sabía que cosechar naranjas fuera tan complicado.
El hombre corpulento de nuestro naranjo todavía estaba con su discurso. Tenía la cara roja, y daba la impresión de encontrarse indignado acerca de algo. Por lo que pude ver, había rivalidad con algunos de los otros grupos de recogedores de naranjas. Pero un momento después se le iluminó el rostro.
“Pero no estamos desamparados”, expresó. “Tenemos mucho por lo que sentirnos agradecidos. La última semana vimos tres naranjas entrar en nuestros cestos, y ya no debemos nada del dinero que costaron los forros nuevos para los cojines que adornan los asientos donde se encuentran ustedes sentados.
¿No es maravilloso? –murmuró el hombre que estaba a mi lado.
Yo no respondí. Sentía que algo debía andar terriblemente mal en alguna parte, y aquella parecía ser una manera muy indirecta de recoger naranjas.
El hombre corpulento estaba llegando al clímax de su discurso. La atmósfera parecía tensa. Luego, con un gesto muy dramático, alcanzó dos de las naranjas, las arrancó de la rama, y las puso en el cesto que tenía a sus pies. El aplauso que siguió fue ensordecedor.
¿Comenzamos ahora la recogida? –le pregunté a mi informador.
¿Pues qué es lo que cree usted que estamos haciendo? –siseó él-. ¿Para qué piensa que se ha realizado todo este esfuerzo?. Hay más talento para recoger naranjas en este grupo que en el resto del condado. Se han gastado miles de dólares en el árbol que tiene usted delante.
Enseguida me disculpé: – No estaba criticando. Y estoy seguro de que ese hombre corpulento debe ser un magnífico recogedor de naranjas, pero ciertamente el resto de nosotros podríamos también intentar. Después de todo, hay muchas naranjas que necesitan ser cosechadas. Todos tenemos un par de manos y podríamos leer el Manual.
Cuando usted lleva en el asunto tanto tiempo como yo, se dará cuenta de que no es tan simple como eso –replicó- . Entre otras cosas, no tenemos tiempo. Tenemos nuestro trabajo que hacer, nuestras familias que cuidar, y nuestros hogares que atender.
Nosotros.. Pero yo ya no le escuchaba. Ahora empezaba a ver la luz. Esa gente sería otra cosa, pero no recogedores de naranjas. Para ellos el cosechar naranjas no suponía más que una forma de entretenimiento para sus fines de semana.
Probé uno o dos más de aquellos grupos que había alrededor de los árboles. No todos tenían unas normas académicas tan elevadas para los recogedores de naranjas. Algunos daban clases acerca de cómo cosechar naranjas. Traté de hablarles acerca de los árboles que había visto en la tierra desolada, pero parecían tener poco interés.
“Todavía no hemos recogido las naranjas de aquí”, era su respuesta habitual.
En mi sueño, el sol se estaba poniendo, y cansándome del ruido y de la actividad que había a mi alrededor, entré a mi coche y empecé a conducir de vuelta por la carretera por donde había venido. Muy pronto, por todos lados alrededor de mí, aparecieron otra vez aquellos extensos y vacíos huertos de naranjas.
Pero se notaban algunos cambios. Algo había sucedido en mi ausencia. Por todas partes podía verse fruta caída esparcida por el suelo. Y mientras miraba, pareció que ante mis ojos, de los árboles comenzaron a llover naranjas, muchas de las cuales yacieron pudriéndose en la tierra.
Sentía que había algo muy extraño en todo aquello. Mi perplejidad aumentó al recordar a toda esa gente del condado Habitado.
Entonces, retumbando entre los árboles, se oyó una voz que decía…
“A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies”. (Mateo 9:37-38)